Bienvenida

Publiqué este blog como un ejercicio en un curso de estos de “formación permanente”: las cien horas que hay que hacer para tener sexenios. Nunca me pareció serio. Siempre pensé, además, que el sentido de un blog para comunicarse con ocho alumnos, a los que ves cuatro horas a la semana, es muy discutible… Lo que tenga que decir, o hacer, o exigir, lo puedo hacer mejor y más cómodamente, cara a cara. Aún más, comparto a medias la opinión, que alguna vez oí, de que un blog es una muestra y una obra de egolatría –aunque no fuera mi caso. Y para acabar, no tengo cuenta en ninguna red social –ni facebook, ni twitter, ni tuenti. También prefiero, a los pocos amigos que tenga, tenerlos cara a cara.

Subí al blog lo exigido, los cuatro cachivaches –gadget- que “la casa” provee. Y así ha estado, apenas sin usar todo este tiempo. Aún así, las entradas están etiquetadas: si algún alumno quiere buscar información relevante o material específico para su curso, puede picar la etiqueta correspondiente.

Ahora, y a pesar del pudor que me provoca esta decisión (por aquello de la egolatría), en vez de borrarlo, he pensado en utilizarlo para publicar lo poco que tenga que decir: mis opiniones sobre la educación, sobre lo que me sucede como profesor (educador, como se dice ahora), lo que me sugiere lo que leo sobre educación… Iba a escribir que no creo que estas opiniones importen a nadie…, lo he escrito, y escrito queda; pero tampoco me importa, o mejor: menos me importa eso. El imposible anonimato –el propio vehículo, y las técnicas de búsqueda en él, lo impiden- me da la falsa confianza que preserva el pudor que antes confesaba.

Después de esta declaración de principios, iré pues subiendo esas opiniones. La primera entrada es la propia crítica al rimbombante título de este blog: " ¿Conocimiento y entorno?... ¿Qué entorno?". Luego vendrán más.

lunes, 27 de octubre de 2014

¿Hacia dónde caen las cosas en la Luna?



Dicho así, con esas palabras, parece un trabalenguas. En la clase, de 1º de ESO, “las cosas” –cualquiera que sean- requieren su explicación, su oportuna glosa, su repetición de diferentes maneras. “Sí, dejáis caer una piedra…, ¿a dónde va?”… “Imaginaos que estáis en la luna y dejáis caer algo”, … “Venga, ¿os hacéis una idea?”… 
Las respuestas han sido absurdas –a cada cual más. “Hacia la Tierra” -aclara, cuando insisto, que no está hablando del suelo lunar. “Hacia arriba” –aclara, cuando insisto, que porque no hay gravedad. “Hacia el Sol” –hacia dónde va a ser, si no es hacia arriba o hacia la Tierra… No me sorprenden estas respuestas –las esperaba, y por eso formulé la pregunta, aunque también esperaba que en el torrente de respuestas alguien dijera “A la luna” –pero eso no era natural: a la luna no deben caer las cosas DESDE la luna.
¿Es que estos alumnos no han visto películas de astronautas en la Luna, si acaso no las propias grabaciones de la NASA? Con toda probabilidad, sí las han visto; pero aunque así sea, la escuela está por definición para los niños descontextualizada de la realidad. Pero aún estándolo, ¿qué diseño curricular asumimos, qué libros de texto elaboraremos con presunciones absurdas, con presupuestos de obviedad, que no lo son para quien los está adquiriendo…?
En el caso que me ocupa, no saber que en el Universo no hay arriba y abajo; derecha e izquierda; ni adelante y atrás. Que esos seis puntos cardinales (seis puntos que vienen sin conocer, que hay que repetir cien veces) existen en tanto que hay un “punto de referencia” –aclaramos, en cuanto hay un lugar en que estoy, o puedo estar, yo. Luego viene el concepto de gravedad, luego el de masa y peso. Luego…
Me produce un cierto pudor citar a Piaget –como si el tiempo hubiera ya erosionado sus claros y distintos hitos (y no, no los ha erosionado, solamente la necesidad y la acumulación de nueva investigación de los nuevos investigadores  los ha ido sepultando)-, pero ciertamente los preadolescentes de doce años no han alcanzado su estadio de operaciones lógicas abstractas: a mis alumnos (a casi todos, claro: de cualquier año, de cualquier centro) les resulta muy difícil entender qué sea la proporcionalidad, qué sea reducir a la unidad, o realizar una “regla de tres”. Sin esa “función afín” (así me lo enseñaban a mí, recuerdo), y sin distinguir volumen y masa, no es posible entender la densidad; ni poder operar con la velocidad, aun suponiendo que distingan con cierto sentido el tiempo y el espacio.
¿Estoy pues abogando por que no se instruya en conceptos para los que no están todavía cognitivamente maduros? En absoluto, no es mi postura esperar para cuando probablemente ya será tarde. A mis alumnos les cuento todo eso, y más. Una y cien veces, de mil maneras distintas se lo repito. Muchos desconectan. Algunos –pocos- se aburren, porque lo entienden o lo traen entendido. Pero unos cuantos van aprendiendo. O se quedan con algo, o se plantean los problemas que más adelante resolverán, y les parecerán obvios, y que no recordarán que alguna vez les hubieran parecido incomprensibles (como a todos nos parece increíble que a un niño no se le conserve la cantidad de agua cuando vertemos el vaso en la cazuela). Pero creo que es imprescindible recordar “siempre” que nuestra actividad tiene sentido en cuanto facilita que nuestros alumnos aprendan. No es desde nosotros (ni mucho menos, obviamente, para nosotros) desde donde se justifica nuestra actividad: es en función de ese aprendizaje de los alumnos desde donde debe planificarse. Siempre, y esto aunque desgraciadamente demasiadas veces ellos mismos no lo entiendan.

jueves, 25 de septiembre de 2014

No me he enterado de nada... ¡Bendita estancia de la tontería!

Fue mi primo quien me habló del supuesto descubrimiento arqueológico. Accedí a su presentación en el medio –ya digital, como es casi todo en la actualidad-, y luego al artículo revolucionario. Y hasta insistí con uno de los enlaces, el que conducía a la inevitable “piedra de Rosetta” supuesta. Como todo era un sinsentido, no puedo afirmar que las “opiniones” que aparecían en el periódico digital fueran sinceras –esto es: la de unos pobres memos que hubieran picado-, o si no eran sino otros “artefactos” (aplíquese la acepción oportuna) construidos para redondear el montaje.Como no atiendo al medio, como no lo sigo, desconozco el recorrido de la “obra de arte” (“happening” o como quiera clasificarse). Supongo que sin demasiada pena ni gloria, en gran medida ignorada (es difícil sobresalir entre tanto ruido), entre alguna mueca de escepticismo y aburrimiento (¿quién puede atender a todo lo que sale?), alguna de malestar y aburrimiento (la de algún filólogo que se haya sentido ofendido), y hasta alguna de auténtica sorpresa y satisfacción (comprensibles)…
Mi postura es la de escepticismo y aburrimiento. Me explico: sé que es una noticia falsa; pero no soy un especialista en el tema, y ni voy a perder el tiempo tratando de desautorizarla con algún rigor –para lo que no estoy capacitado-, ni me siento aludido como parte de esa “comunidad científica”.
Pero, ¿a santo de qué, otra de estas pretendidas demostraciones de la impostura científica?, esa supuesta demostración de nuestro papanatismo ante el aparato científico, ante los usos y métodos de la investigación científicas, ante las formas de la academia. De tiempo en tiempo, aparece uno de estos trabajos –con mayor o menor ingenio, o con mayor o menor humor-.
Yo no formo parte de la academia. Tal vez, esa sea una de las razones de escribir estas reflexiones: me haya faltado capacidad para integrarme en ese mundo, y ahora me sobre el tiempo que hubiera podido emplear en él. No soy, pues, sospechoso. Tampoco creo ser un papanatas acrítico: en la anterior nota justamente mostraba mis dudas. Puedo, por tanto, reivindicar el valor de este conocimiento, el científico, el único que realmente puede considerarse “humanamente” tal. Y mucho más desde la educación: puede que yo “no me haya enterado de nada”, y puede que todo sea una maravillosa fábula coherente y congruente; pero es la única que existe, y la única que proporciona bienestar, y la única que justificadamente puedo transmitir a mis alumnos.
Lo demás, enmarcado en este contexto de certeza, es una frivolidad indigna, obviamente culpable.

lunes, 21 de julio de 2014

No me he enterado de nada


Lo escuché en la radio a un creativo: “…cuando aún se creía que el arte serviría para redimir a la humanidad…”, y continuaba: “…ahora cuando ya sabemos que aquello no era cierto…”

Me sonreí. No, el arte no iba a redimir a los pueblos, ni la cultura, ni la economía socialista –el capitalismo de estado, o la planificación económica centralizada del partido-, ni mucho menos la educación… o, tal vez, esto sí, pero no del modo que se pensaba… ¿dónde el nuevo hombre?

Todo esto es banal. Bien sabido. Y por mi ingenuidad, ya se justificaría el título de esta reflexión. Pero ese título encabeza mucho más.

[pensaba que debería dedicarme algún momento a reflexionar no sabría bien sobre  qué y anotar mis reflexiones, y no sabía dónde, y no me acordaba de este blog, y aunque en este blog no decidí sino apuntar mis reflexiones sobre educación, luego he pensado que a santo de qué, si este blog es sólo mío]

Desearía que fuera sólo una cuestión de edad, de maduro o mediocre desencanto; pero sería engañarme. Desencanto, sí; pero maduro…

¿Me he enterado de algo? –y hablo en pretérito perfecto, en un tiempo, el de mi vida, que espero que no haya acabado: hace algún tiempo, cuando joven, escribí las absurdas memorias de un paria derrotado que moría de inanición a la orilla de un río. Escrito como una parodia, temo ahora que sus últimas reflexiones-recogidas en un rollo de papel higiénico, con su sangre por tinta, y una espina de pescado por pluma- no las suscriba yo. Se burlaba sarcásticamente de “los sabios de la antigüedad, de aquellos que su ignorancia se quejaban del absurdo de la existencia y del abandono de su dios”. Les llamaba “tontos de remate”, que “ni siquiera conocían la Tectónica de Placas”. Él, más sapiente, iba a rellenar con las más prosaicas realizaciones de su espíritu el sagrado espacio en que otro dios –él mismo- aún habitaba.

Pero, ¿es que me he enterado de algo? El poema largo, muy largo, que cielo y muerte, tierra y vida abarca, ¿dónde culmina? Unamuno bien sabía que no había sido (no estaba siendo) tejido en la soledad y la paz de una celda, la vista tendida sobre la dorada charca, sino con el humano desvivirse en las negras aguas del conflicto incesante.

No voy a continuar cayendo en la tentación de la mala literatura. Pero tengo que aclarar, depurar más, mi pregunta (sublime y ridícula y única y …).

lunes, 26 de mayo de 2014

Evidencia, evidencia, evidencia...


Comencé a escribir una recensión de la obra de Hattie, que en una entrada anterior comenté. Una especie de ejercicio académico. Luego lo pensé mejor…, ¿qué sentido tiene elaborar una reflexión como una nota bibliográfica, y anotarla además?
Se me ocurrieron, entonces, multitud de ocurrencias sarcásticas, no solo inapropiadas, injustas. Retomé algunas de las opiniones de aquella recensión: Hattie escribe con claridad y soltura, con el dominio que da haber dedicado mucho tiempo y trabajo y ocupar la “posición” que permite elaborar y defender una teoría. Es un trabajo respetable, aunque el discurso sea limitado –por su alcance, no por su contenido-, y por lo mismo criticable: por la distancia entre la pretensión, el aparato y la ostentación por un lado; y los hallazgos, resultados y conclusiones, por otro.
Resumo el trabajo. Hattie dice no pretender agobiar con datos, pretende elaborar una teoría de la educación, que propone, incluso, antes de analizar bastante pormenorizadamente las variables dependientes de los alumnos (“a su pesar”, las más relevantes), del hogar, de la escuela, de los profesores, o del currículo. Y en esa primera exposición de la teoría “avanza” un primer resultado (o confirma un “axioma”): cualquier “cosa” funciona. En otras palabras, “cada maestrillo tiene su librillo” (o en el lenguaje pedante al uso: “el propio hecho de escolarizar –de formalizar el aprendizaje- funciona”). Esta confirmación le permite situar un umbral para las variables que realmente condicionan las prácticas de enseñanza-aprendizaje; y entre ellas determina –cómo no- muchas que se localizan en profesores y maestros –confirma también, pues, la expectativa cínica de quien con cierta familiaridad se acerca a cualquier trabajo de pedagogía: que ciertamente de los profesores o maestros depende gran parte del éxito educativo-.
Luego, al final, presenta la teoría: lo esencial es que la enseñanza-aprendizaje sea visible; que los profesores sepan que están allí para enseñar, quieran enseñar, actúen en consecuencia y transmitan esta voluntad a la comunidad educativa; que los alumnos sepan que están allí para aprender, quieran aprender y que, hagan lo que hagan (obviamente con la voluntad más coaccionada, con el nivel de responsabilidad que puede exigírseles), actúen para aprender.
No es mucho, y además, de alguna manera, remite al “librillo”. Pero, en todo caso, es mucho mejor de lo que otras partes se lee.
Me parece absurdo, repito, que en esta anotación realice una crítica más profunda, la que puedo hacer al desarrollo positivo del trabajo, a la metodología o al contenido material del mismo. Me iba a permitir solo una enmienda a la totalidad pedante, en parte anunciada en el título de esta entrada, referida a las “evidencias” y de lo que de ellas se deriva, ilustrándolas con aquellas “constatadas” en las observaciones astronómicas anteriores al milquinientos, y con las tablas y artilugios a los que dieron pie; pero no soy capaz de articularla bien. De todas formas, esta crítica a la acumulación de epiciclos (de la que tanto deben saber los del CERN) requiere de mi parte mayor “investigación” y prudencia, un trabajo que podría titularse más o menos como : “De la reiteración del método y de los márgenes de la academia”; o “Las garantías del rigor y la precisión”, o “La razón de la explicación, y la explicación de la razón”; o …; pero todo esto está ya muy manido, y más en esto de la pedagogía o de la educación.

viernes, 4 de abril de 2014

¿Qué fue del “paradigma cognitivo-conceptual”?


¿Qué se hizo de tanta gala y de tanto ingenio? La elegancia con perspectiva es siempre ridícula y un punto impotente. No sea yo pedante: tanto ropaje verbal pedagógico con excesiva frecuencia reviste banalidad; en aquel caso, tal vez, osadía psicologicista (¿existe este término?).
Tal vez este artículo podría titularse “qué fue de la LOGSE”. De ella queda mucho: la estructura del sistema educativo, sin ir más lejos. De eso escribiré más adelante.
He discutido límites a la educación, y también –y mucho más- a la pedagogía. Al intento –tonto- de pretender enseñar a aprender a un niño no cabe ponerle límites…, es humo (aclaro: no es vana la pretensión de exigir cínicamente “aprender a aprender” a un adulto, de que cada cual sea responsable de por vida de su formación, y por ende de su competencia para venderse en el mercado de trabajo; esta versión capitalista del este principio básico del “aprendizaje significativo” no es vana, es perversa: el la “competencia básica” que apunta la actual Recomendación de la Comisión Europea).
Para saber cómo aprender hay que saber mucho, muchísimo, hay que haber llegado al ápice de la formación en cada campo: y aún lejos de ese ápice, la mayoría seguramente reconoceremos humildemente que sólo sabemos copiar, que sólo sabemos reordenar-siempre a posteriori- la información que hemos ido adquiriendo…, en el mejor de los casos, que habremos aprendido cómo rellenar los huecos que esa acumulación de datos, herramientas, rutinas (como ahora se dice) iba ineludiblemente dejando.
Cuando comencé a dedicarme a esto de la educación –principio de los noventa del pasado siglo, justamente hacia el final del diseño de la LOGSE-, ya toda aquella literatura me parecía delirante: aquel Diseño Curricular Base, con tanta fuente curricular, aquellas ejemplificaciones que comenzaban con una gota de agua y acababan en el Big-Bang…  Yo no podía comprender que sus autores creyeran sinceramente que un niño –pongamos que con la adecuada guía- sería capaz de construir –de descubrir, como si ya estuviera dado- el “modelo” científico –como si tal hubiera- que a la humanidad le había costado 120.000 pergeñar… (quizá por aquel entonces yo creyera que la humanidad era incluso más antigua). Lo que pensaba, realmente, era que Coll, Marchesi, Palacios, Rivière, etcétera, no eran científicos (en el sentido tradicional del término; esto es: no eran de ciencias), eran en el mejor de los casos unos ilusos, o unos ignorantes que no sabían ni lo que no sabían (del peor género, de los que ni siquiera pueden aprender porque creen saberlo todo). En el peor de los casos, y el tiempo luego me confirmó en esta idea, unos soberbios necios que despreciaban, a la par que al conocimiento científico, a todos los pedagogos y a toda la pedagogía anterior… Yo a esto último no era tan sensible, porque ni era educador, ni tampoco pedagogo. Cuando luego me matriculé en Pedagogía, salvo en alguna asignatura en que reivindicaban el aprendizaje por descubrimiento –o aproximaciones-, apenas tuve ocasión de discutir estos tópicos. La Facultad de Pedagogía de la Universidad de Salamanca había contribuido con Diéguez –según creo- a la anterior confección curricular de la Ley General de Educación, no sé si a los Programas Renovados de los primeros gobiernos de la Democracia, con Mayor Zaragoza como ministro del ramo. La Facultad de Pedagogía había quedado muy marginada en la elaboración de la LOGSE (no así la de Psicología, en la que se encontraban muchos de aquellos autores de la pretendida revolución psicopedagógica). Todo esto sobra; pero si lo apunto es para comparar ese desprecio con el que mostraban también por toda la enseñanza anterior –no sé si llamarla pedagogía- sus archienemigos (por supuesto de aquella enseñanza, pero sobre todo de este aprendizaje guiado) de la enseñanza programada –el desprecio publicado de Skinner; pero sobre todo el más cercano del profesor de Didáctica: Gómez Dacal-.
Si escribo esto no es para saldar cuentas pendientes –que no tengo con nadie, ni a las que no podría atender desde mi posición y con esta nota: de todas las personas citadas sólo conocí a éste último, y a Diéguez de forma superficial-. Esas críticas duras (ilusos, ignorantes, soberbios) ni van, ni pueden ir dirigidas a personas reales que desconozco, sino a autores anónimos, no contemplados en su integridad, sino desde la perspectiva en la que pueden entenderse como representantes “paradigmáticos” de las ideas –estas sí: absurdas- que critico…

martes, 4 de marzo de 2014

De la razón didáctica


Me han hablado de este trabajo, que voy a leer: “Visible learning,  a synthesis of over 800 meta-analyses relating to achievement”. Es obra de un investigador neozelandés – John Hattie. Tiene entre otro, además: “Visible learning for teachers, maximizing the impact on learning”.
Hasta el momento, sólo he podido leer la muestra gratis de Google –la introducción, el primer capítulo y algo del segundo-, y las opiniones que Amazon publica como referencia del texto. Una de estas opiniones se titulaba: “evidence, evidence, evidence”. Me hizo gracia. Pero no leí el comentario, no sé si era un título sincero o irónico.
En esa muestra que leí, el autor anunciaba que no pretendía aconsejar a nadie, que no se iban a encontrar en el libro algo así como las “300 buenas ideas” que otro autor –que no recuerdo-enumeraba en otro trabajo; que lo que él presentaba era –más o menos- la evidencia, que apostillaba luego el comentarista, al que antes yo aludía.
No he leído el libro, por tanto no puedo juzgar. Y si escribo esta entrada, no es por tanto para prejuzgarlo. No se trata de un prejuicio, sino de un pretexto: como en esa introducción (o primer capítulo) se reconoce, existe el tópico de que se haga lo que se haga, al final los alumnos aprenden de cualquier manera. Y aunque el autor parezca no estar de acuerdo con el tópico, y trate de desmontarlo a lo largo de los 800 metaanálisis, es sobre este tópico sobre el que ahora reflexiono.
Ciertamente, no puedo sostener que la educación sea igual ahora que hace 5000 (¿?) años. No puedo sostener que darse de cabezazos contra un muro repitiendo una letanía sea comparable con estrategias activas de aprendizaje significativo. En todo caso, aquel aprendizaje servía para memorizar una verdad revelada eterna, y este otro puede servir para cualquier cosa. Con lo otro, y algo de este, se llega a Magistrado del Tribunal Supremo. Con este, y algo de lo otro, no sé a dónde se puede llegar, quizá también a geoestratega… Indefectiblemente, como en otros tantos asuntos de similar importancia, acabo circunnavegando a la deriva en un océano de confusión, en un marasmo de ignorancia, en el “jardín de pin y pong” –la máxima expresión de un discurso inane…
Porque –sin haberlos analizado- ochocientos metaanálisis sonarían a broma, a delirio: tantos estudios correlacionales se han podido realizar a lo largo de estos cincuenta (¿?) años para poder someterlos a ochocientos reanálisis y, por lo menos hasta este momento, seguir igual (o sea, bajo la premisa efectiva de que cada maestrillo tenga su librillo)… Aunque con este pobre ordenador, con el que escribo, no ochocientos, mil metaanálisis se pueden realizar de una sentada, pero siempre y cuando hayas recolectado todos los datos, y tengas la teoría y el programa oportunos, que no trato de quitar mérito al investigador citado; en otras palabras la capacidad de procesar la información es ahora infinitamente mayor que hace esos cincuenta años, que señalo más o menos como límite de este “nuevo” conocimiento científico sobre educación.
Ciertamente, yo también me propuse realizar una crítica de la pedagogía, seguramente partiendo de la misma hipótesis cero (a saber, que la tecnología educativa no produce diferencias significativas en el rendimiento instructivo de los alumnos); aunque probablemente con diferente prejuicio –yo esperando confirmarla, supongo que Hattie la va de hecho refutando en cada uno de sus metaanálisis. Y aunque podía disponer de ese programa tecnológico –utilizar el bien diseñado de un profesor de Didáctica de la Universidad de Salamanca-, no me dieron oportunidad de afrontarlo, ni me atreví yo solo: no tenía tiempo, ni acceso a todo ese material necesario, ni se me ocurrió diseñar la teoría que me hubiera permitido abordar la tarea tal vez con otras armas… No pude establecer dónde, si hay alguno, se sitúa el límite del conocimiento didáctico, del esfuerzo pedagógico (ese alguno es obviamente anfibológico).
Porque volviendo al tema, no es lo mismo la escuela que la no escuela, ni es lo mismo una escuela que otra escuela (aunque las diferencias las marquen realidades extradidácticas –recurro a mi prejuicio: la extracción social de los alumnos, mayormente-).
Yo analicé el suceder de los sistemas educativos en España, investigué los grandes ejes en que se debatía la educación de estos últimos veinte años, y concluí que si la finalidad que pretendía era contribuir a la formación de sujetos emancipados, el único camino posible era la simple y pura instrucción… No parece que mi mensaje haya llegado a muchos, y que a esos otros pocos los haya convencido.
En fin, tengo que leer este trabajo del Dr. Hattie.Y honradamente espero que pueda aprender y pueda modificar mis comportamientos didácticos; para que, en definitiva, mis alumnos se puedan aprovechar mejor de lo que yo les pueda enseñar.

martes, 4 de febrero de 2014

Integración


Me pidieron una firma para la organización: “change.org”. Como siempre, cito de memoria: se trataba de unos padres que querían la reprobación de un maestro –o profesor, o de la escuela entera- que ahora ya, en los últimos años de primaria, o primeros de secundaria, se portaba mal, no atendía como correspondía, a su hijo con síndrome de Down… No firmé, claro: situación parecida sufren mis compañeros; yo no, afortunadamente. Me explico, he tenido durante este el curso hasta tres alumnos “de integración”. En el aula, sólo a dos simultáneamente: uno de ellos, con catorce y quince años y una edad mental de tres. Durante dos años. Y le hacía caso. Creo que, aunque no soy mujer, me tomó algo de afecto (porque con las profesoras se llevaba de más de bien, y hasta alguna compañera de su edad se quejó, creo yo que sin demasiado motivo, de alguna muestra de cariño extemporáneo). A lo largo de los cursos, sin embargo, se acabó enfadando conmigo porque le hacía pintar sus monigotes (se cansaba: yo sabía que no podía aprender ni las letras, ni los números; pero ni siquiera quería seguir el trazo del hilo que sujetaba el globo, o pintarlo de colores, a trazos -tampoco podía exigírsele que lo rellenara de un mismo color uniforme-). Cuando cumplió los dieciséis, la orientadora convenció a su madre para que lo llevará a un centro especial. Era un muchacho algo desmedrado para su edad, que creo que sufrió una anoxia al nacer; pero completamente autónomo en cuanto a necesidades fisiológicas básicas.
El segundo llegó este curso. Es un muchacho alto y desgarbado con un retraso mental moderado. Un nivel curricular de tercero de primaria: o sea, catorce años y edad mental de ocho. No controla muy bien la cuadrícula; pero se le puede exigir que siga el libro y el cuaderno de “Conocimiento del Medio”, que le ha puesto también la orientadora. Se llevaba bien con el anterior los meses que coincidieron, a pesar del considerable desfase entre ambos. Ahora le veo más solo, y es el que me da más lástima: es el más consciente de sus dificultades, y yo cada día, y a pesar de que trato de no evitarlo, me ocupo en el aula menos de él.
El tercero se incorporó casi con un trimestre de retraso, por no sé qué problema de atención médica, casi al tiempo que el primero nos dejó. Afortunadamente, repito. Tiene quince años, edad de cinco o seis, o a saber: porque la parálisis cerebral le tiene prácticamente postrado en una silla –aunque ahora no le traen la ortopédica, y le hacen caminar algo-, porque apenas habla, y no puede mover bien los brazos, ni las manos, por lo que tiene también una especie de ordenador adaptado para poder hacer como que escribe… Puede sufrir ataques epilépticos; aunque sus padres aseguran que eso no va a ocurrir. Casualmente en todas mis clases está en “apoyo” –diecisiete horas a la semana, más o menos-, por lo que sólo un día, en que faltaba el compañero, su cuidadora me lo metió y me lo sacó de clase. Un sentimiento de humanidad universal me impidió, de nuevo afortunadamente, olvidarme completamente de él: fui consciente de que estaba allí, y de que hasta se entretuvo un rato, o le provocó curiosidad la clase de animalitos.  Pero no pasó de ser un  figurante que acompaña a los protagonistas de la acción: no me dirigí a él en ningún momento, no me preocupé de procurarle solaz o conocimiento. No puedo entender que ese fuera mi cometido: hubiera sido un insulto para todos los demás. También, como su otro compañero, se aburrió pronto. Ese es otro problema: según sus profesores, se cansa con harto frecuencia, y se niega a trabajar, y dice que le dejen mirar al patio; y además no es muy valiente, y se acobarda y se asusta, y no quiere que le dejen solo de pie.
Los niños se portan con él como pueden. No son crueles y le aceptan. Sentirán, seguramente, la misma humanidad que sentí yo. Pero, como yo, mayormente lo ignoran…, qué van a hacer: no pueden jugar con él, ni hablar con él…, ¿cómo van a estar con él? Pero sus padres se han empeñado, han removido todas las instituciones públicas –parece que tienen mucha experiencia en ello-, y han forzado, a pesar de todos los esfuerzos de la siempre mentada orientadora, a que lo “escolarizaran” en el centro.
Esta es mi versión de los hechos. ¿Mi opinión? ¿No queda clara?: esta integración es tan hipócrita como esa tolerancia que se estila: toleramos a los diferentes en cuanto se integren, pues si no se integran, son ellos los que se marginan (son culpables, no quieren). Porque no hay nadie que no pueda ser “como nosotros”: es todo cuestión de voluntad. Porque ese nosotros no existe, existen “las personas” (como nosotros, obviamente). Y es en el diálogo (entre iguales) donde alcanzamos la (nuestra) perfección personal. Porque si la opinión no es unánime, como no suele desgraciadamente ser, es porque existen bajos egoísmos y oscuros intereses de gente que es objetivamente no como nosotros … (las personas…).
Un cierto pudor me impide explicarme (será por los mismos motivos que acabo de parodiar, tal vez); pero debo hacerlo: aceptar a los demás, es aceptarlos en su diferencia. Y entender y atender a los demás es entender sus necesidades y atenderlos en sus diferencias. Y debían ser sus más allegados los que mejor deberían comprenderlo, y esa sería su mayor demostración de amor. Porque este otro comportamiento, de negar la “evidencia” de sus necesidades personales, de actuar como si fuesen “personas como las otras”, como ese “nosotros” absurdo y egocéntrico, solo evidencia un egoísta amor propio.